LOS APÓSTOLES Pablo y Pedro trabajaron por muchos años muy separados el uno del otro, puesto que la obra de Pablo consistía en llevar el Evangelio a los gentiles, mientras Pedro trabajaba especialmente para los judíos. Pero en la providencia de Dios ambos debían dar testimonio de Cristo en la metrópoli del mundo, y debían derramar su sangre sobre el mismo suelo como señal de una vasta cosecha de santos y mártires.
En torno de la época del segundo arresto de Pablo, Pedro también fue detenido y enviado a prisión. Se había hecho especialmente odioso para las autoridades por su celo y su éxito al exponer los engaños y al derrotar las maquinaciones de Simón el mago, que lo había seguido a Roma para oponérsele y obstaculizar la obra del Evangelio. Nerón creía en la magia y había patrocinado a Simón. Estaba por lo tanto sumamente enojado con el apóstol, y por eso dio la orden de que se lo detuviera.
La mala voluntad del emperador hacia Pablo subió de punto por el hecho de que algunos miembros de la familia imperial, como asimismo otras personas distinguidas, se habían convertido al cristianismo durante su primera prisión. Por eso contribuyó a que su segundo encarcelamiento fuera mucho más severo que el primero, le dio muy poca oportunidad de predicar el Evangelio y decidió terminar 331 con esa vida tan pronto como pudiera encontrar un pretexto plausible para hacerlo. La mente de Nerón fue tan impresionada por la fuerza de las palabras del apóstol en su último juicio que postergó la decisión acerca del caso sin dejarlo en libertad ni condenarlo. Pero la sentencia sólo fue diferida. No pasó mucho tiempo hasta que se dio a conocer la decisión que destinaba a Pablo a ocupar la tumba de un mártir. Puesto que era ciudadano romano, no podía ser sujeto a tortura, y por lo tanto se lo sentenció a ser decapitado.
Pedro, judío y extranjero, fue condenado a ser azotado y crucificado. Mientras esperaba su temible muerte, el apóstol recordó su gran pecado al negar a Jesús en la hora de su prueba, y su único pensamiento era que no era digno del inmenso honor de morir tal como murió su Maestro. Se había arrepentido sinceramente de su pecado, y Cristo se lo había perdonado, lo que queda de manifiesto por la importante comisión que le dio de alimentar a las ovejas y los corderos del rebaño. Pero él mismo nunca se pudo perdonar. Ni siquiera el pensamiento de las agonías de la última terrible escena podían aminorar la amargura de su pesar y su arrepentimiento. Como un último favor solicitó a sus verdugos que lo clavaran en la cruz cabeza abajo. Se le concedió lo que pedía y así murió el gran apóstol Pedro.
El último testimonio de Pablo
Pablo fue conducido en privado al lugar de su ejecución. Sus perseguidores, alarmados por la amplitud de su influencia, temían que algunos pudieran convertirse al cristianismo aun como resultado de la escena de su muerte. Por eso se permitió a muy pocos espectadores que estuvieran presentes. 332Pero los endurecidos soldados destacados para asistirlo, escucharon sus palabras, y con asombro vieron que manifestaba alegría y hasta gozo frente a semejante muerte. Su actitud de perdón hacia sus asesinos y de invariable confianza en Cristo hasta el mismo fin fueron un sabor de vida para vida para algunos de los que fueron testigos de su martirio. Más de uno aceptó después al Salvador que Pablo predicaba, e impávidamente selló su fe con su propia sangre.
La vida de Pablo, hasta su última hora, da testimonio de la verdad de sus palabras que aparecen en la segunda epístola a los Corintios: "Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo. Pero tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros, que estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados, perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos; llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos" (2 Cor. 4: 6-10). Su suficiencia no residía en sí mismo sino en la presencia y en la actividad del Espíritu divino que llenaba su alma y que ponía todo pensamiento en sujeción a la voluntad de Cristo. El hecho de que su propia vida ejemplificaba la verdad que proclamaba proporcionó un poder convincente tanto a su predicación como a su apariencia personal. Dice el profeta: "Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado" (Isa. 26: 3). Esta paz celestial, manifestada en su rostro, ganó a muchas almas para el Evangelio. 333
El apóstol contemplaba el gran más allá, no con incertidumbre o temor, sino con gozosa esperanza y anhelante expectación. Mientras estaba de pie en el lugar de su martirio no vio el resplandor de la espada del verdugo ni la verde tierra que pronto recibiría su sangre. A través del apacible azul de ese día de verano contempló el trono del Eterno. Sus palabras fueron: "¡Oh Señor! Tú eres mi consuelo y mi porción. ¿Cuándo estaré en tus brazos? ¿Cuándo te contemplaré yo mismo, sin velo oscurecedor que nos separe?"
Pablo llevaba consigo durante su vida en la tierra la misma atmósfera del cielo. Todos los que se relacionaban con él experimentaban la influencia de su contacto con Cristo y su comunión con los ángeles. En esto reside el poder de la verdad. La influencia espontánea e inconsciente de una vida santa es el sermón más convincente que se puede predicar en favor del cristianismo. Los argumentos, aunque sean incontestables, pueden provocar sólo oposición; pero un ejemplo piadoso tiene un poder que es imposible resistir del todo.
Mientras el apóstol perdía de vista sus propios sufrimientos inmediatos, sentía una profunda preocupación por los discípulos a quienes dejaría para que hicieran frente al prejuicio, el odio y la persecución. Al tratar de fortalecer y animar a los pocos cristianos que lo acompañaron al lugar de su ejecución, les repitió las sumamente preciosas promesas que se dan a los que son perseguidos por causa de la justicia. Les aseguró que nada dejaría de cumplirse de todo lo que el Señor ha dicho con respecto a los que son probados y son fieles. Se levantarán y resplandecerán, porque la luz del Señor aparecerá sobre ellos. Se revestirán de hermosas vestiduras cuando se revele la gloria de Jehová. Por 334 un poco de tiempo podrán pasar por dificultades provocadas por numerosas tentaciones, podrán estar destituidos de las comodidades de la tierra; pero deben animar sus corazones al decir: "Yo sé a quién he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito" (2 Tim. 2: 12). Su reprensión concluirá, y llegará la alegre mañana de la paz y el día perfecto.
El Capitán de nuestra salvación había preparado a su siervo para el último gran conflicto. Redimido por el sacrificio de Cristo, purificado de sus pecados por su sangre y revestido de su justicia, Pablo llevaba el testimonio en sí mismo de que su alma era preciosa a la vista de su Redentor. Su vida estaba escondida con Cristo en Dios, y él estaba persuadido de que el que había vencido a la muerte era capaz de guardar lo que le había confiado. Su mente captó la promesa del Salvador: "Y ésta es la voluntad del que me ha enviado: Que todo aquel que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero" (Juan 6: 40). Sus pensamientos y esperanzas estaban concentrados en la segunda venida de su Señor. Y cuando la espada del verdugo descendió y las sombras de la muerte invadieron el alma del mártir, surgió su último pensamiento, que será el primero que tendrá en ocasión del gran despertar, de salir al encuentro del Dador de la vida para recibir la bienvenida al gozo de los bienaventurados.
Casi veinte siglos han pasado desde el momento cuando el anciano Pablo derramó su sangre para ser testigo de la Palabra de Dios y del verdadero testimonio de Cristo. Ninguna mano fiel registró para las generaciones venideras las últimas escenas de la vida de este santo; pero la inspiración ha conservado para nosotros su testimonio de moribundo. 335
Como sonido de trompeta ha resonado su voz a través de las edades, infundiendo su propio valor a miles de testigos de Cristo, y despertando a miles de corazones angustiados con el eco de su propio clamor de triunfo: "Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida" (2 Tim. 4: 6-8). 336
(La Historia de la Redención de E.G.de White)
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