Decía Karl Barth que leer la Biblia es como asomarse a la ventana y ver que toda la gente de la mira hacia el cielo, contempla algo que nosotros no podemos ver desde el interior. Todos señalan hacia arriba, pronuncian palabras extrañas y se muestran excitadísimos: algo que está más allá de nuestro campo visual ha captado su atención e intenta llevarlos “de un lugar a otro, siguiendo un plan extraño, intenso, incierto y, a pesar de ello, misteriosamente bien trazado”.
Leer la Biblia equivale a tratar
de leer lo que expresan esos rostros. Escuchar las palabras bíblicas es
procurar aprender la extraña, peligrosa y obligante palabra que ellos parecen
escuchar.
Abrahán y Sara, por
cuyas ancianas mejillas corren lágrimas de alegría incrédula cuando Dios les
dice que cumplirá su promesa y les dará el hijo que siempre han anhelado; el
rey David que, en su alegría, danza semi-desnudo delante del arca; Pablo,
herido por un rayo en el camino de Damasco; Jesús, crucificado entre dos
pillos, con el rostro escupido por la soldadesca romana: todos ellos miran
hacia arriba, y escuchan.
¿Cómo puede el hombre del siglo XXI, con todas sus inhibiciones, tratar de ver lo que ven y de oír lo que oyen? Alguien ha recomendado al lector de la Biblia a que no se lance en busca de las respuestas que da, antes de tomar tiempo para escuchar las preguntas que formula.
Todos nosotros tenemos dudas y preguntas que hacer a propósito de cosas que hoy interesan mucho, pero que mañana ya se habrán olvidado: los dónde, cómo y por qué surgidos día tras día en casa y en el trabajo.
En cambio tendemos a olvidar dudas y
preguntas que siempre importan: vitales interrogantes acerca del significado,
el propósito y el valor de la existencia.
Así pues,
quizá la razón más importante de que convenga leer la Biblia es que tal vez en
alguna de sus páginas aguarde al lector la pregunta que, aunque cuando haya
fingido no escuchar, constituye el eje de su existencia.
Tales como: ¿De qué le sirve al hombre el ganar todo el mundo, si pierde su alma? (Mateo 16:26) ¿Qué es la verdad? (Juan 18: 38)
¿Qué debo yo hacer para conseguir la vida eterna? (Lucas 10:25).
La
respuesta a estas y otras preguntas nos llevarán indefectiblemente a Jesús.
Él declara: “Vosotros escudriñáis las Escrituras,
pues en ella pensáis que tenéis vida eterna, mas ellas son las que dan
testimonio de mí” (Juan 5:39).
La voz.org
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