miércoles, 25 de mayo de 2011

30. “LA GLORIA DE DIOS”



Te ruego que me muestres tu gloria (Éxodo 33:18)

¿Qué palabras e imágenes vienen a la mente del lector cuando escucha la frase “la gloria de Dios”? Para el que escribe, pensar en la gloria de Dios es elevar el pensamiento al cielo, a “las alturas”. ¿Acaso no dijo el ángel de la natividad, “gloria a Dios en las alturas”? Y, claro está, si Dios es excelso, y mora allá arriba, en el cielo.
Es también anticipar el futuro. Pues a todo el que crea en Jesús le está aparejada morada allí, en la gloria.

Bien lo expresa un conocido himno con estas palabras:
Cuando mi lucha toque a su final
y me halle salvo en la playa eternal,
junto al que adoro, mi Rey celestial,
eterna gloria será para mí.
Gloria sin fin, eso será,
gloria sin fin, eso será.
Cuando por gracia su faz vea allí,
eterna gloria será para mí.

Sí, la gloria de Dios evoca en el hombre los aspectos luminosos, esplenderosos, de la presencia de Dios. Sin embargo, es muy evidente que Dios, al pensar en su gloria, sus pensamientos toman un rumbo marcadamente diferente. Cuando Moisés le hizo a Dios el extraño pedido: “muéstrame tu gloria”, seguramente no estaba preparado para la respuesta divina: “Yo haré pasar todo mi bien delante de tu rostro, y proclamaré el nombre de Jehová delante de ti; y tendré misericordia del que tendré misericordia, y seré clemente para con el que seré clemente. . .” Y el relato bíblico añade: “Y Jehová descendió en la nube, y estuvo allí con él, proclamando el nombre de Jehová. . .” En otras palabras, Dios le estaba diciendo a Moisés –y a nosotros– que su gloria yace en su carácter; en quien es él. Y no se conoce a Dios separado de su maravilloso amor. Bien lo afirmó el apóstol: “El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor” (1 S. Juan 4:8). ¡Estas son muy buenas noticias! Quiere decir que no hay que ser residente celestial para gustar de la gloria de Dios. La podemos, la debiéramos de experimentar aquí y ahora. Ese milagro es dable sólo cuando dejamos que el carácter de Jesús sea formado en el nuestro, y esto es consecuencia directa de creer y obedecer las enseñanzas de Cristo con el poder del Espíritu Santo. De ahí la promesa: “Cuando el carácter de Jesús sea perfectamente revelado en su pueblo, Él vendrá a reclamarlos como suyos” (Elena H. de White).

La voz.org

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