viernes, 13 de mayo de 2011

21. “LA BENDITA SIERVA DEL SEÑOR Y LA MUJER DE HOY”


He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra 
(San Lucas 1:38).
Según Madariaga, las mujeres “en tiempo normal son capaces de hacer frente a toda situación que pueda presentarse y salir airosas, con serenidad y competencia. En las crisis graves saben ser duras y aun heroicas”. Pero, ¿y las que sienten que han perdido –o nunca han tenido– este temple?, ¿y los hombres que están en esta misma condición? ¿Cómo pueden obtener la fuerza y la visión que necesitan?
En la obra “La Casa Redonda”, de Adriana Henriquet Stalli, un niño pregunta a su madre: “Y yo, ¿cómo he nacido?” “Quisiera –piensa ella– encontrar el cuento más bello para su sed. . . Una belleza infinita y misteriosa quisiera que hubiese creado a mi hijo”.
Y no es de extrañar su deseo. Cada nacimiento es único. Entraña la llegada de un ser individual, parecido a otros pero esencialmente distinto. Si a esa unicidad se suma el proceso y las emociones que implica la maternidad, es comprensible que cada madre quiera y –más aún– que crea que “una belleza infinita y misteriosa” ha creado a su hijo.
Pero si hubo alguien que con intensidad y verdad no superadas pudo sentir tal cosa, fue sin duda la Virgen María, aquella joven hebrea que tuvo el privilegio de albergar en su seno al que en Sí mismo era el Dador de la vida. En su maternidad intervino, ciertamente, una infinita y misteriosa belleza creadora.

Con todo, ¿cómo pudo María aceptar y afrontar tan tremenda responsabilidad? Del relato de los Evangelios se desprende que su secreto consistía en que confiaba en Dios, dependía de él, y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que él le pidiera. Cuando el ángel le anunció que concebiría un hijo, pero que ese hijo no sería de hombre alguno sino de Dios, María comprendió todo lo que ello implicaría. La gente murmuraría, dudaría su pureza; y mientras tanto ella tendría en sus manos la responsabilidad más grande jamás encomendada a humano alguno: la de criar, cuidar y educar. . . al Hijo de Dios. María se sabía joven e inexperta, con una misión extraordinaria y muy por encima de sus fuerzas. Pero también sabía que Dios nunca se equivoca, y que a nadie pide algo sin darle primero la capacidad para cumplirlo. Por eso contestó: “He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra” (S. Lucas 1:38).

Hoy, Dios todavía busca hombres y mujeres de ese temple. Gente que confíe en él, que dependa de él, y que esté dispuesta a obedecerle incondicionalmente. No importa si tenemos o no otros talentos; se necesitan éstos. Y si le ofrecemos éstos, tal como ayer tres magos le ofrecieron los suyos, no volveremos vacíos. En las noches del alma resplandecerá –como una estrella– la promesa de Dios: “Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la debilidad” 
(2 Corintios 12:9).

La voz.org

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