martes, 24 de mayo de 2011

29. “EL UNIVERSO DE SOLEDADES”

"Y cuando llegó la noche, estaba allí solo (S. Mateo 14:23).

 
El fenómeno se da más en la ciudad que en el campo o en la aldea; y es paradójico: cuanto más gente hay, más solos viven, más desconectados, más aislados los unos de los otros aunque vivan pared a pared, a los lados y al frente rodeados de otros seres igualmente solos. 

¿A qué responderá esta soledad? ¿Es buscada u obligada? Y si ésta, ¿puede remediarse?

Una es la soledad del contemplativo, la del místico, la del hombre de ciencia; otra, la del egoísta que por ella se libera cuanto más puede de sus prójimo para no dar cuenta a nadie de sus hechos o de lo que dejó de hacer. Y una más la del tímido, el acomplejado e inseguro que no se anima a darse a los demás por temor al rechazo. Y también la del suspicaz que ni probó pero igual teme la traición o la agresión de los demás. Y la de los sin familia, la de los extranjeros, y sabe quién cuántas soledades más. Pero todas –diríamos– convergen en dos.

Una creativa. Otra destructiva. Una, que en realidad se siente acompañada por todos los que persiguen como ella una meta, un ideal; soledad esta que es puente hacia la solidaridad humana; puente construido con libros, con pinceles, con tubos de ensayo, con meditación y con acción. 

Otra, soledad que está “sola de veras”. No persigue causas ni ideales que la hayan motivado. Existe, simplemente, porque nadie llegó a llenar su vacío. Es la soledad no saciada, insatisfecha. Es –como diría De Obieta– “la soledad del individuo que desearía integrarse en una sociedad apropiada a su genio”.

A menudo, creyendo buscar soledad, lo que en realidad se busca es compañía; compañía que no se encuentra fácil porque se busca tan plena, tan total como la que la sed de uno exige. Compañía. . . que comprenda, que acepte, que aprecie, que valore, y que también se goce en compañía de uno. 

Amigo lector, la única manera de lograrla es permitiendo que Dios llene nuestras vidas de Su Presencia, y que también revele esa Presencia a otros por medio de nuestras vidas; todo, a fin de que saciemos nuestra propia sed y aun satisfagamos la de otros, convirtiéndonos justamente en la compañía que comprende, que acepta, que aprecia, que valora, y que sinceramente goza en compañía de los demás. 

Entonces, ocurrirá el milagro: los demás nos darán lo mismo que les damos. Porque es regla infalible, y es también promesa. . . promesa de Dios: “Dad, y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo; porque con la misma medida que medís, os volverán a medir” (S. Lucas 6:38).

La voz.org

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