viernes, 10 de junio de 2011

28. “EL JUICIO DE CRISTO”


LOS ÁNGELES, cuando dejaron el cielo, depusieron con tristeza sus resplandecientes coronas. No las podían usar mientras su Comandante estuviera sufriendo y tuviera que llevar una corona de espinas. Satanás y sus ángeles estaban muy ocupados en la sala del tribunal tratando de destruir todo sentimiento humano y toda simpatía hacia Jesús. La misma atmósfera, pesada, estaba contaminada por su influencia. Los principales sacerdotes y los ancianos estaban inspirados por ellos cuando insultaban y maltrataban a Jesús en una forma sumamente difícil de soportar para la naturaleza humana. El enemigo esperaba que tanta burla y violencia arrancara del Hijo de Dios alguna queja o murmuración; o que manifestara su poder divino y se librara de la multitud y que de esa manera fracasara el plan de salvación.

La negación de Pedro
Pedro siguió a su Señor después de la traición. Tenía ansias de ver qué ocurriría con Jesús. Pero cuando se lo acusó de ser uno de sus discípulos, el temor de perder su propia seguridad lo indujo a declarar que no conocía a ese hombre. Los discípulos se destacaban por la pureza de su lenguaje y Pedro, para convencer a sus acusadores de que no 221 era uno de los discípulos de Cristo, negó la tercera acusación con maldiciones y juramentos. Jesús, que estaba a cierta distancia de Pedro, le lanzó una mirada llena de pesar y reprobación. Entonces el discípulo recordó las palabras que le había dirigido en el aposento alto, como asimismo sus propias categóricas declaraciones: "Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré" (Mat. 26: 33). Había negado a su Señor con maldiciones y juramentos; pero la mirada del Maestro suavizó el corazón de Pedro y lo salvó. Lloró amargamente y se arrepintió de su gran pecado, se convirtió, y entonces estuvo preparado para fortalecer a sus hermanos.

En la sala del tribunal
La multitud pedía a gritos la sangre de Jesús. Lo azotaron cruelmente, lo cubrieron con una vieja túnica real color púrpura, y ciñeron su sagrada frente con una corona de espinas. Le pusieron una caña en la mano, se inclinaron ante él y para burlarse lo saludaron diciéndole: "¡Salve, rey de los judíos!" (Juan 19: 3). Entonces tomaron la caña que tenía en la mano y le golpearon la cabeza de modo que las espinas penetraron en sus sienes y la sangre comenzó a correr por su rostro y su barba.

A los ángeles les costaba soportar ese espectáculo. Hubieran querido librar a Jesús, pero el ángel comandante lo impidió, diciéndoles que había que pagar un gran rescate por el hombre; pero añadió que sería completo y que provocaría la muerte del que tenía el imperio de la muerte. Jesús sabía que los ángeles estaban presenciando la escena de su humillación. El más débil de entre ellos podría haber conseguido que esa multitud burladora cayera 222 inerme y podría haber librado al Señor. Sabía que si se lo solicitaba a su Padre, los ángeles lo librarían inmediatamente. Pero era necesario que soportara la violencia de los hombres para poder llevara cabo el plan de salvación.

El Maestro permaneció manso y humilde delante de la furiosa multitud, mientras cometían con él los abusos más viles. Escupieron su rostro, ese rostro del cual un día querrán ocultarse, que dará luz a la ciudad de Dios y que resplandecerá más que el sol. Cristo no lanzó una mirada de enojo a sus ofensores. Cubrieron su cabeza con una vieja prenda de vestir para impedirle ver, y entonces le abofetearon el rostro mientras clamaban: "Profetiza, ¿quién es el que te golpeó?" (Luc. 22: 64). Hubo conmoción entre los ángeles. Hubieran rescatado inmediatamente a Jesús, pero el ángel comandante no lo permitió.

Algunos de sus discípulos habían recuperado la suficiente confianza como para entrar donde él se hallaba y presenciar el juicio. Esperaban que manifestara su poder divino y se librará de manos de sus enemigos y los castigara por su crueldad hacia él. Sus esperanzas ascendían y descendían según iban sucediéndose las distintas escenas. A veces dudaban y temían haber sido engañados. Pero la voz que oyeron en el monte de la transfiguración, y la gloria que contemplaron, fortaleció su fe de que él era el Hijo de Dios. Recordaron las escenas de las que habían sido testigos, los milagros que habían visto hacer a Jesús al sanar a los enfermos, abrir los ojos de los ciegos, destapar los oídos de los sordos, reprender y echar los demonios, resucitar a los muertos, y hasta calmar el viento y el mar.

No podían creer que tuviera que morir. Esperaban que todavía se levantara con poder, y que con su voz llena de autoridad dispersara a la multitud 223 sedienta de sangre, como cuando entró en el templo y despidió a los que estaban haciendo un mercado de la casa de Dios, cuando huyeron de delante de su presencia como si los persiguiera un grupo de soldados armados. Los discípulos esperaban que Jesús manifestara su poder y convenciera a todos de que era el rey de Israel.

La confesión de Judas
Judas se llenó de amargo remordimiento y vergüenza por su infamia al traicionar a Cristo. Y cuando observó el maltrato que tuvo que soportar el Salvador, se sintió abrumado. Había amado a Jesús, pero más aún al dinero. No creyó que el Señor permitiera que lo prendieran los hombres que él había conducido. Esperaba que realizara un milagro para librarse de ellos. Pero cuando vio la multitud enfurecida en la sala del tribunal, sedienta de sangre, sintió profundamente su culpa; y mientras muchos acusaban con vehemencia a Jesús, Judas avanzó impetuosamente en medio de la multitud, para confesar que había pecado al traicionar sangre inocente. Ofreció a los sacerdotes el dinero que le habían pagado, y les rogó que dejaran libre al Señor, declarando que éste no tenía culpa alguna.

Por breves instantes el disgusto y la confusión mantuvieron en silencio a los sacerdotes. No querían que la gente se diera cuenta de que habían contratado a uno de los profesos seguidores de Jesús para que lo traicionara y entregara en sus manos. Querían ocultar el hecho de que habían buscado al Señor como si fuera un ladrón, y lo habían prendido en secreto. Pero la confesión de Judas y su aspecto macilento culpable pusieron en evidencia a los sacerdotes delante de la multitud, revelando 224 que había sido el odio la causa de que prendieran al Maestro. Mientras Judas afirmaba en alta voz que Jesús era inocente, los sacerdotes replicaron: "¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú!" (Mat. 27: 4). Tenían a Cristo en sus manos, y estaban decididos a no soltarlo. Judas, abrumado de pesar, arrojó el dinero que ahora despreciaba a los pies de los que lo habían contratado, e impulsado por la angustia y el horror salió y se ahorcó.

Jesús tenía muchos simpatizantes en el grupo que lo rodeaba, y el hecho de que no respondiera a las numerosas preguntas que se le hacían asombraba a la multitud. Frente al escarnio y la violencia de la turba, ni un gesto, ni una expresión de molestia se dibujaba en sus rasgos. Tenía una actitud digna y compuesta. Los espectadores lo contemplaban maravillados. Comparaban su perfecta forma y su comportamiento firme y digno con la apariencia de los que se habían sentado en juicio contra él, y se decían mutuamente que tenía mucho más la apariencia de un rey que cualquiera de los dirigentes. No tenía señales de ser criminal. Su mirada era bondadosa, luminosa y libre de temor; su frente amplia y elevada. Cada rasgo suyo estaba definidamente señalado por la benevolencia y la nobleza. Su paciencia y su tolerancia eran tan poco humanas que muchos temblaron. Aun Herodes y Pilato se sintieron sumamente perturbados frente a su porte noble y divino.

Jesús ante Pilato
Desde el mismo principio Pilato se convenció de que Jesús no era un hombre ordinario. Creía que era una persona excelente y totalmente inocente de lo que se lo acusaba. Los ángeles que contemplaban la 225 escena notaron la convicción del gobernador romano y para salvarlo de comprometerse en el terrible acto de entregar a Jesús para ser crucificado, un ángel fue enviado a la esposa de Pilato y le dio información por medio de un sueño de que el juicio en que su esposo estaba participando era el del Hijo de Dios, y que era inocente. Inmediatamente ella le envió un mensaje para declarar que había sufrido mucho en sueños con respecto a Jesús, y para advertirle que no tuviera nada que ver con ese santo. El mensajero, abriéndose paso apresuradamente entre la multitud, puso la carta en manos de Pilato. Al leerla, éste tembló y se puso pálido, y decidió inmediatamente no tener nada que ver con enviar a Cristo a la muerte. Si los judíos querían la sangre de Jesús, él no prestaría su influencia para que lo lograran; al contrario, trataría de librarlo.

Enviado a Herodes
Cuando Pilato oyó que Herodes se encontraba en Jerusalén, sintió gran alivio, porque esperaba librarse de toda responsabilidad en el juicio y condenación de Jesús. Inmediatamente lo envió con sus acusadores a Herodes. Este gobernante se había endurecido en el pecado. El asesinato de Juan el Bautista había dejado en su conciencia una mancha de la que no se podía librar. Cuando oyó hablar de Cristo y de las poderosas obras que estaba realizando, temió y tembló, pues creía que se trataba de Juan el Bautista que había resucitado de entre los muertos. Cuando el Maestro fue puesto en sus manos por Pilato, Herodes consideró ese acto como un reconocimiento de su poder, su autoridad y su juicio. Esto tuvo el efecto de amistar a dos dirigentes que antes habían sido enemigos. Herodes se alegró 226 de ver a Jesús, pues esperaba que realizara algún poderoso milagro para complacerlo. Pero no era la obra del Señor satisfacer la curiosidad y procurar su propia seguridad. Ejercería su poder divino y milagroso para salvar a los demás, pero no en su propio beneficio.

Cristo nada respondió a las numerosas preguntas que le hizo Herodes; tampoco replicó a sus enemigos que lo acusaban con vehemencia. El rey se enfureció porque aparentemente Jesús no temía su poder, y con sus soldados lo denigró, se burló de él y lo maltrató. Pero se asombró del aspecto noble y divino de Jesús en medio de ese vergonzoso maltrato, y como temía condenarlo lo envió devuelta a Pilato.

Satanás y sus ángeles estaban tentando a este último tratando de conducirlo a su propia ruina. Le sugirieron que si no quería tomar parte en la condenación de Jesús otros lo harían; que la multitud estaba sedienta de su sangre; y que si no lo entregaba para ser crucificado perdería su poder y sus honores mundanales, y se lo denunciaría como creyente en el impostor. Por temor de perder su poder y su autoridad, Pilato consintió en dar muerte a Cristo. Y aunque puso la sangre del Señor sobre sus acusadores y la multitud lo recibió con el clamor de: "Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos" (Mat. 27: 25).

Pilato no se libró; fue culpable de la sangre del Maestro. Por sus intereses egoístas, por su amor al honor de los grandes de la tierra, entregó a la muerte a un inocente. Si Pilato hubiera seguido sus propias convicciones, no habría tenido nada que hacer con la condenación de Jesús.
El aspecto y las palabras del Señor durante su juicio causaron una profunda impresión en las mentes de los muchos que se hallaban presentes en esa 227 ocasión. El resultado de la influencia ejercida entonces resultó evidente después de su resurrección. Entre los que se añadieron a la iglesia había muchos cuya convicción comenzó en el momento del juicio de Cristo.

Satanás se airó muchísimo cuando vio que la crueldad con que los judíos habían tratado a Jesús a instancias suyas no había logrado que emitiera la más mínima queja. Aunque había tomado sobre sí la naturaleza humana, estaba sostenido por una fortaleza divina, y no se apartó en lo más mínimo de la voluntad de su Padre. 228


(La Historia de la Redención de E.G.de White)

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