viernes, 10 de junio de 2011

34. “LEALES A DIOS EN MEDIO DE LA PERSECUCIÓN”


LOS APÓSTOLES continuaron con gran poder su obra de misericordia, de sanar a los afligidos y proclamar al Salvador crucificado y resucitado. Muchos se añadían continuamente a la iglesia por medio del bautismo, pero nadie se atrevía a hacerlo si no estaba unido de corazón y mente con los creyentes en Cristo. Multitudes acudieron a Jerusalén para traer a los enfermos y a los que estaban poseídos por espíritus inmundos. Muchos dolientes eran depositados en las calles por donde Pedro y Juan pasaban, para que sus sombras cayeran sobre ellos y los sanaran. El poder del resucitado Salvador ciertamente había descendido sobre los apóstoles, y éstos llevaban a cabo señales y milagros que diariamente aumentaban el número de creyentes.

Estas cosas llenaban de gran perplejidad a los sacerdotes y gobernantes, especialmente a los saduceos. Se dieron cuenta de que si se permitía que los apóstoles predicaran a un Salvador resucitado e hicieran milagros en su nombre, pronto todos rechazarían su doctrina de que no hay resurrección y su secta pronto se extinguiría. Los fariseos percibían que la tendencia de su predicación pronto socavaría las ceremonias judaicas y quitaría todo significado a los sacrificios. Sus primeros esfuerzos para suprimir 265 a estos predicadores habían sido vanos, pero ahora estaban decididos a terminar con ese entusiasmo.

Librado por un ángel
De acuerdo con esto los apóstoles fueron arrestados y puestos en prisión, y se convocó al Sanedrín para que tratara su caso. Una gran cantidad de eruditos, además de los miembros regulares del concilio, fueron convocados también, y deliberaron juntos en cuanto a lo que se podía hacer con estos perturbadores de la paz. "Mas un ángel del Señor, abriendo de noche las puertas de la cárcel y sacándolos, dijo: Id, y puestos en pie en el templo anunciad al pueblo todas las palabras de esta vida. Habiendo oído esto, entraron de mañana en el templo, y enseñaban".

Cuando los apóstoles aparecieron entre los hermanos y les contaron cómo los había conducido el ángel directamente entre los soldados que guardaban la prisión y les habían dado orden de reasumir la tarea que había sido interrumpida por los sacerdotes y gobernantes, aquéllos se llenaron de gozo y asombro.

Los sacerdotes y gobernantes reunidos en concilio decidieron acusarlos de insurrección y de asesinar a Ananías y Safira (Hech. 5: 1-11), y de conspirar para privar a los sacerdotes de su autoridad y darles muerte. Confiaban en que la muchedumbre se sentiría entusiasmada para tomar el asunto en sus manos y tratar a los apóstoles como habían tratado a Jesús. Eran conscientes de que muchos de los que no habían aceptado la doctrina de Cristo estaban cansados con el gobierno arbitrario de las autoridades judías y ansiosos de que se produjera algún cambio definido. Si estas personas llegaban a interesarse 266 en las creencias de los apóstoles, y las aceptaban, y reconocían a Jesús como Mesías, temían que la ira de todo el pueblo se suscitara contra los sacerdotes, y los hicieran responsables del asesinato de Cristo.

Decidieron tomar medidas enérgicas para impedirlo. Finalmente mandaron comparecer ante ellos a los supuestos prisioneros. Grande fue su asombro cuando recibieron el informe de que las puertas de la prisión estaban firmemente cerradas, que los guardias estaban en su sitio, pero que a los prisioneros no se los podía encontrar por ninguna parte.

Pronto llegó el informe: "He aquí, los varones que pusisteis en la cárcel están en el templo, y enseñan al pueblo". Aunque los apóstoles fueron milagrosamente librados de la prisión, no se los eximió del juicio y el castigo. Cristo había dicho cuando estaba entre ellos: "Y guardaos de los hombres, porque os entregarán a los concilios" (Mat. 10: 17). Dios les había dado una muestra de su cuidado y una seguridad de su presencia al enviarles al ángel; ahora les tocaba sufrir por causa de Cristo, a quien predicaban. La gente estaba tan impresionada por lo que había visto y oído que los sacerdotes realmente sabían que era imposible ponerlos en contra de los apóstoles.

El segundo juicio
"Entonces fue el jefe de la guardia con los alguaciles, y los trajo sin violencia, porque temían ser apedreados por el pueblo. Cuando los trajeron, los presentaron ante el concilio, y el sumo sacerdote les preguntó, diciendo: ¿No os mandamos estrictamente que no enseñaseis en este nombre? Y ahora habéis llenado a Jerusalén de vuestra doctrina, y 267 queréis echar sobre nosotros la sangre de ese hombre". En ese momento no estaban tan dispuestos a llevar la culpa de asesinar a Jesús, como cuando se unieron a la turba degradada para gritar: "Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos" (Mat. 27: 25).

Pedro, con los otros apóstoles, asumió la misma estrategia defensiva que en su juicio anterior: "Respondiendo Pedro y los apóstoles, dijeron: Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres". Un ángel enviado por Dios los libro de la prisión y les mandó enseñar en el templo. Al seguir sus indicaciones estaban obedeciendo el mandato divino, y debían continuar haciéndolo no importaba cuánto les costara. Pedro continuó: "El Dios de nuestros padres levantó a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándole en un madero. A éste, Dios ha exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados. Y nosotros somos testigos suyos de estas cosas, y también el Espíritu Santo, el cual ha dado Dios a los que le obedecen".

El Espíritu de la inspiración descendió sobre los apóstoles, y los acusados se convirtieron en acusadores, y cargaron el asesinato de Cristo sobre los sacerdotes y gobernantes que componían el concilio. Los judíos se enfurecieron tanto que decidieron tomar la ley en sus manos, sin continuar el juicio y sin tener la autorización de los funcionarios romanos, para dar muerte a sus prisioneros. Culpables ya de la sangre de Cristo, estaban ansiosos ahora de manchar sus manos con la sangre de los apóstoles. Pero había entre ellos un hombre erudito y de elevada posición, cuya clara inteligencia previó las terribles consecuencias de un paso tan violento. Dios suscitó un hombre del mismo concilio para 268 detener la violencia de los sacerdotes y gobernantes.

Gamaliel, docto fariseo, hombre de gran reputación, era extremadamente cauto, y después de hablar en favor de los prisioneros pidió que los retiraran de la sala. Entonces dijo cuidadosamente y con mucha calma: "Varones israelitas, mirad por vosotros lo que vais a hacer con respecto a estos hombres. Porque antes de estos días se levantó Teudas, diciendo que era alguien. A éste se unió un número como de cuatrocientos hombres; pero él fue muerto, y todos los que le obedecían fueron dispersados y reducidos a nada. Después de éste, se levantó Judas el galileo, en los días del censo, y llevó en pos de sí a mucho pueblo. Pereció también él, y todos los que le obedecían fueron dispersados. Y ahora os digo, Apartaos de estos hombres y dejadlos; porque si este consejo o esta obra es de los hombres, se desvanecerá; mas si es de Dios, no la podéis destruir; no seáis tal vez hallados luchando contra Dios".

Lo menos que podían hacer los sacerdotes era verificar cuán razonable era esta opinión; se vieron obligados a estar de acuerdo con él, y muy a su pesar dejaron libres a los prisioneros, después de azotarlos con varas y de encomendarles una y otra vez que no predicaran más en el nombre de Jesús, o pagarían con sus vidas la culpa de su osadía. "Y ellos salieron de la presencia del concilio, gozosos de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre. Y todos los días, en el templo y por las casas, no cesaban de enseñar y predicar a Jesucristo".

Bien podían los perseguidores de los apóstoles sentirse perturbados cuando se dieron cuenta de su incapacidad para aplastar a estos testigos de Cristo, que tenían fe y valor suficiente para convertir la 269 vergüenza en gloria Y el dolor en alegría por causa de su Maestro, que había sufrido humillación y agonía antes que ellos, De modo pues que los valientes discípulos continuaron enseñando en público, y secretamente también en las casas por pedido de sus habitantes que no se atrevían a confesar abiertamente su fe, por temor de los judíos. 270


(La Historia de la Redención de E.G.de White)

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