martes, 14 de junio de 2011

52. “EL CLAMOR DE MEDIANOCHE”


"Y TARDÁNDOSE el esposo, cabecearon todas, y se durmieron. Y a la medianoche se oyó un clamor: ¡Aquí viene el esposo; salid a recibidle! Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron, y arreglaron sus lámparas" (Mat. 25: 5-7).

En el verano de: 1844 los adventistas descubrieron el error cometido en su anterior cálculo de los períodos proféticos, y llegaron a la conclusión correcta. Los 2.300 días de Daniel 8: 14, que todos creían llegaban hasta la segunda venida de Cristo, se creía que terminaban en la primavera de 1844; pero entonces se vio que ese período se extendía hasta el otoño de ese mismo año, y la mente de los adventistas se fijó en esa fecha como el momento de la aparición del Señor. La proclamación de este mensaje, relativo a un tiempo definido, fue otro paso en el cumplimiento de la parábola de las bodas, cuya aplicación a la experiencia de los adventistas ya ha sido claramente demostrada.

Así como en la parábola el clamor se oyó a medianoche anunciando la proximidad del esposo, lo mismo ocurrió en el cumplimiento, entre la primavera de 1844, cuando se supuso primeramente que terminarían los 2.300 días, y el otoño de 1844, cuando se verificó posteriormente que en efecto ocurriría. Se levantó entonces un clamor con las mismas palabras de la Escritura: "¡Aquí viene el esposo; salid a recibirle!". 388
Como una marea el Movimiento avanzó por todo el país. De ciudad en ciudad, de aldea en aldea, fue hasta los lugares más remotos de la nación, hasta que el expectante pueblo de Dios se despertó plenamente. El fanatismo desapareció ante esa proclamación, como la helada matutina ante el sol naciente. Los creyentes una vez más verificaron que su convicción, su esperanza y su valor animaban sus corazones.

La obra estaba libre de los extremismos que siempre se manifiestan cuando la excitación humana no está bajo la influencia dominante de la Palabra y el Espíritu de Dios. Se parecía a esos períodos de humillación y de vuelta al Señor que se manifestaban en el Antiguo Israel después de los mensajes de reprobación de los siervos de Dios. Tenía las características que han distinguido a la obra de Dios en todas las épocas. No había mucho éxtasis gozo, pero sí mucho profundo examen de conciencia, confesión de pecados y abandono del mundo. La preparación para salir al encuentro del Señor era la grave preocupación de los espíritus agonizantes. Había oración perseverante y consagración a Dios sin reservas.

El clamor de medianoche no se basaba tanto en los argumentos, aunque la prueba bíblica era, clara y concluyente. Avanzó con un impulso poderoso que conmovía el alma. No había duda ni discusión. En ocasión de la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén, la gente que se había reunido de todas partes del país para celebrar la fiesta se dirigió al Monte de las Olivas y, al reunirse con la multitud que escoltaba a Jesús, se dejó posesionar por la inspiración del momento y contribuyó a ampliar el clamor que decía: "¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!" (Mat. 21: 9). De la misma manera los incrédulos 389 que se congregaban en las reuniones adventistas -algunos por curiosidad, otros sólo para reírse- sintieron el poder convincente que acompañaba a este mensaje: "¡Aquí viene el esposo!"

En aquel tiempo se manifestó tal fe que las oraciones obtenían respuesta, una fe que se aferraba a la recompensa. Como lluvia sobre la tierra sedienta, el Espíritu de gracia descendió sobre los fervorosos buscadores. Los que esperaban encontrarse pronto frente a su Redentor experimentaron una solemne e indecible alegría. El poder suavizante y subyugador del Espíritu Santo enternecía los corazones a medida que cada onda de la gloria de Dios descendía sobre los fieles creyentes.

Cuidadosa y solemnemente los que recibían el mensaje llegaron al momento cuando esperaban encontrarse con su Señor. Creían que su primer deber consistía en asegurarse cada mañana de que habían sido aceptados por Dios. Sus corazones estaban estrechamente unidos y oraban mucho los unos por los otros. A menudo se encontraban en lugares aislados para estar en comunión con el Señor, y la oración intercesora ascendía al cielo desde los campos y huertas. La seguridad de la aprobación del Salvador era más necesaria para ellos que su alimento diario, y si una nube oscurecía sus mentes no descansaban hasta disiparla. Al experimentar el testimonio de la gracia perdonadora deseaban contemplar a Aquel a quien sus almas amaban.

Desilusionados pero no abandonados
Pero nuevamente tendrían que soportar una desilusión. El tiempo de espera pasó, y el Salvador no vino. Con inconmovible confianza habían esperado su venida, y ahora se sentían como María cuando al 390 llegar a la tumba del Salvador y al encontrarla vacía exclamó: "Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto" (Juan 20: 13).

Un sentimiento de temor, un miedo de que el mensaje pudiera ser verdadero, sirvió por un tiempo para refrenar al mundo incrédulo. Cuando pasó el tiempo ese miedo no desapareció inmediatamente; no se atrevieron a manifestar su triunfo sobre los desilusionados, pero como no vieron señales de la ira de Dios, se recuperaron de sus temores y reiniciaron sus ataques y sus burlas. Una gran cantidad de los que había profesado creer en el pronto retorno del Señor renunció a su fe. Algunos, que habían tenido mucha confianza, se sintieron tan profundamente heridos en su orgullo que les parecía que lo mejor era huir del mundo. Como Jonás se quejaron de Dios, y querían morir y no seguir viviendo. Los que habían basado su fe en las opiniones de los demás y no en la Palabra del Señor, estaban igualmente dispuestos ahora a cambiar de opinión. Los burladores lograron que los débiles y cobardes se unieran a sus filas, y todos se juntaron para afirmar que ya no había motivos para temer ni esperar nada. El momento había pasado, el Señor no había venido, y el mundo seguiría como siempre por miles de años más.

Los creyentes fervorosos y sinceros habían abandonado todo por Cristo, y habían compartido su presencia como nunca antes. Como creían que habían dado el último mensaje de amonestación al mundo y esperaban que pronto serían recibidos para gozar de la compañía de su divino Maestro y los ángeles del cielo, se habían apartado en gran medida de la multitud incrédula. Con intenso anhelo habían orado: "¡Ven, Señor Jesús, ven pronto!" Pero él no había venido. Y ahora tener que aceptar la pesada 391 carga nuevamente de los cuidados y perplejidades de la vida, y soportar las burlas de un mundo escarnecedor, era sin duda una prueba terrible de fe y paciencia.

Sin embargo, esta desilusión no era tan grande como la que experimentaron los discípulos en ocasión del primer advenimiento de Cristo. Cuando Jesús entró triunfalmente en Jerusalén su s seguidores creyeron que estaba a punto de ascender al trono de David y librar a Israel de sus opresores. Llenos de esperanza y gozo anticipado competían unos con otros en rendir honores a su Rey. Muchos, a su paso, tendían sus mantos como una alfombra, o extendían ante él frondosas ramas de palmera. En su entusiasmo y su alegría se unían en esta festiva aclamación: "¡Hosanna al Hijo de David!"

Cuando los fariseos, perturbados y airados por esa manifestación de júbilo, querían que Jesús reprendiera a sus discípulos, él respondió: "Os digo que si éstos callaran, las piedras clamarían" (Luc. 19: 40). La profecía debía cumplirse. Los discípulos estaban llevando a cabo el propósito de Dios; pero estaban condenados a experimentar un amargo desengaño. Sólo pasaron unos pocos días y ya tuvieron que presenciar la dolorosa muerte de su Salvador y llevarlo hasta la tumba. Sus expectativas no se habían cumplido en absoluto, y sus esperanzas murieron con Jesús. Sólo cuando el Señor salió triunfante de la tumba pudieron darse cuenta de que todo había sido predicho por la profecía, y "que era necesario que Cristo padeciese, y resucitase de los muertos" (Hech. 17: 3) De igual manera se cumplió la profecía en los mensajes del primer ángel y del segundo. Fueron dados en el momento preciso, y cumplieron la obra, que Dios les había asignado. 392

El mundo había estado observando con la esperanza de que si el momento pasaba y Cristo no venía toda la estructura del adventismo se desmoronaría. Pero si bien es cierto muchos abandonaron su fe bajo la fuerte presión de la tentación, hubo algunos que permanecieron firmes. No podían descubrir ningún error en su cálculo de los períodos proféticos. Sus opositores más capaces no habían logrado que depusieran su actitud. A decir verdad, había habido una falla en relación con el acontecimiento esperado, pero ni siquiera eso podía sacudir su fe en la Palabra de Dios.

El Señor no abandonó a su pueblo; su Espíritu siguió acompañando a los que no negaron temerariamente la luz que habían recibido, ni atacaron al movimiento adventista. El apóstol Pablo, al dirigir su mirada a través de las edades, escribió palabras de ánimo y advertencia para los fieles y expectantes probados en esa hora de crisis: "No perdáis, pues, vuestra confianza, que tiene grande galardón; porque os es necesaria la paciencia, para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa. Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará. Mas el justo vivirá por fe; y si retrocediere, no agradará a mi alma. Pero nosotros no somos de los que retroceden para perdición, sino de los que tienen fe para preservación del alma" (Heb. 10: 35-39).

Su única conducta segura consistía en conservar la luz que ya habían recibido de Dios, aferrarse firmemente a sus promesas, y seguir escudriñando las Escrituras, y esperar y velar pacientemente para recibir más luz. 393



(La Historia de la Redención de E.G.de White)

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