miércoles, 1 de junio de 2011

32. ¿QUIÉN ES JESÚS?



¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?. . . Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? (S. Mateo 16:13, 15).

Todos parecen tener su propia opinión del Rabí de Nazaret. Dice Tyler Roberts, teólogo, conferenciante y director del Departamento de Religión de la Universidad de Harvard: “Le pregunté a mi clase: ´¿Quién es Jesús?´ La mayoría declaró que lo consideraban un personaje religioso. Algunos dijeron que era un filósofo, y lo compararon con Sócrates. También dijeron que Jesús había sido un dirigente político; uno de los alumnos lo comparó con Mao y Stalin” (“Who was Jesus?” [¿Quién fue Jesús?] Life, diciembre de 1994, pág. 76).

Dice la introducción del artículo citado: “Para algunos, Jesús es el Hijo de Dios. . . el Ungido. Para otros, es simplemente un hombre que inspiró, a través de sus enseñanzas y su vida ejemplar, varias creencias ahora incorporadas al cristianismo. Y para otros, todavía es un mito, un invento novelístico de San Pablo y de los autores de los evangelios, que requerían un ancla carismática para sus nacientes iglesias” (Id., pág. 67). Uno de los entrevistados, Seyed Hossein Nasr, que es mahometano, dijo: “El Islam no acepta que [Cristo] haya sido crucificado y haya muerto, para luego resucitar. El Islam cree que fue llevado al cielo, sin morir, sin sufrir el dolor de la muerte” (Id., pág. 80). Otro autor, James F. Hind, define a Jesús desde un punto poco común: “En sólo tres años, [Cristo] definió una misión y formó estrategias para llevarla a cabo. Con un equipo de doce hombres poco apropiados, organizó el cristianismo, que hoy tiene sucursales en todos los países del mundo y abarca un 32,4 % de la población mundial, el doble de su rival más cercano. Los dirigentes modernos desean que los individuos se desarrollen hasta que alcancen su máximo potencial, tomando gente ordinaria y transformándola en extraordinaria. Esto es lo que Cristo hizo con sus discípulos. Jesús fue el ejecutivo más eficaz de la historia. No hay nada que se iguale a los resultados que logró” (Id., pág. 79).

Por su parte, Susan Haskings, autora de la obra María Magdalena: Mito y Metáfora, afirma refiriéndose a Jesús: “Era un feminista. Curaba a las mujeres enfermas, permitiéndoles convertirse en gente que relataba sus verdades. Perdonó a una prostituta arrepentida, y le permitió que lo tocase. Muchas mujeres donaban su dinero para ayudarle. María Magdalena fue la primera en testificar de la resurrección, ¿y qué hay más importante que eso en el cristianismo? Ella fue apóstol a los apóstoles, al cumplir el pedido de Cristo para anunciarles que él había resucitado. Hoy debiera existir un papel de enseñanza y predicación para las mujeres pero demasiado a menudo se les niega tal papel” (Id.).
Es fácil proyectar sobre la figura de Cristo nuestras propias preferencias. Pero si nuestros conceptos acerca de Cristo no guardan relación con la realidad, corremos grave riesgo de transformarlo en un ídolo más en un mundo ya repleto de ellos. Por eso, te invito a meditar en la pregunta que el mismo Jesús les hizo cierto día a sus discípulos. Se dirigían a la región de Cesarea de Filipo, y el Salvador les preguntó: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Ellos dijeron: Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías, o alguno de los profetas”. Entonces, Jesús les hizo una pregunta mucho más directa, más personal: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (S. Mateo 16:13-15).

Amigo lector, nuestra respuesta tiene importancia eterna. Si Jesús es lo que dijo ser, no es otra cosa que nuestro único Salvador. En sus manos trae el don de la vida eterna para los que crean en él y le obedezcan. Por otra parte, si no fue más que un filósofo, uno de muchos maestros religiosos, un revolucionario político o un gran organizador, entonces fue el peor ser humano que haya existido. Decimos esto, porque si dijo ser el Salvador del mundo, el Hijo de Dios, y no lo fue, entonces millones de seres humanos han vivido engañados, cifrando en él sus esperanzas de recibir perdón, salvación y vida eterna. Si el Carpintero de Nazaret no era lo que decía ser, entonces fue el mayor fraude, el engañador más cruel de la historia. Ni siquiera el haber muerto en la cruz lo exime de este juicio severo.
Cuando Jesús hizo la pregunta: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”, Simón Pedro le dijo, con íntima convicción: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios viviente” (S. Mateo 16:16). El Salvador, al oír esas palabras tan categóricas de su discípulo, le dijo: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (versículo 17).
 
Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente (S. Mateo 16:16).

 
Si Cristo no fuera lo que él mismo dijo que era, si los discípulos hubieran inventado todos sus milagros, sus profecías y sus enseñanzas; si todos los sucesos maravillosos conectados con su nacimiento, su bautismo, su ministerio, su pasión, su muerte, su resurrección y su ascensión fueran sólo fábulas piadosas; y si la Sagrada Escritura fuera una colección de cuentos sin base, entonces podríamos tener alguna justificación para dudar. Pero la vida de Cristo transformó la historia de la humanidad como ninguna otra, y cumplió a la perfección y en detalle todas las profecías que anunciaban la venida del Mesías y su ministerio; y el poder de su ejemplo personal y la sabiduría de sus enseñanzas siguen hoy transformando, sanando y restaurando vidas y relaciones. Y la única esperanza verdadera que se abre en el futuro de la humanidad, brota de las promesas sublimes que el Salvador nos dejó consignadas en los escritos de sus seguidores: “He aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” dice Jesús en San Mateo, capítulo 28, versículo 20. Y en San Juan capítulo 14 y versículos 1-3, el Salvador nos exhorta categóricamente a que, así como creemos en Dios, creamos también en él. Y luego nos asegura: “Voy, pues a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis”.

Al examinar los hechos, no nos queda otro camino que hacer nuestras las definiciones de Jesús que nos ofrecen él mismo y los testigos presenciales, los que expresaron su fe y convicción en sus encuentros con Jesús. Con los ángeles del cielo, proclamemos: “Ha nacido hoy. . . un Salvador, que es Cristo el Señor”. Con Simeón, el piadoso anciano que esperaba la llegada del Mesías, digamos de Jesús: “Han visto mis ojos tu salvación, la cual has preparado en presencia de todos los pueblos”. Con San Pedro confesemos que Jesús es “el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. Escuchemos al Salvador afirmar: “Vosotros me llamáis Maestro y Señor; y decís bien porque lo soy” (S. Juan 13:13). Y el ciego al cual Cristo le dijo que fuera a lavarse al estanque de Siloé, cuando obedeció, recobró la vista. Más tarde, se encontró con Jesús, y el Salvador le preguntó: “¿Crees tú en el Hijo de Dios? Respondió él y dijo: ¿Quién es, Señor, para que crea en él? Le dijo Jesús: Pues le has visto, y el que habla contigo, él es. Y él dijo: Creo, Señor; y le adoró” (S. Juan 9:35-38). Del mismo modo, nuestro encuentro con Jesús no puede ser un mero ejercicio académico, como sucede al estudiar la vida de Sócrates, de Confucio o de Mozart. El encuentro con Cristo demanda de nosotros una respuesta individual que afectará profundamente nuestra vida futura. Amigo lector, encuéntrate hoy con Jesús. Ábrele tu mente y tu corazón. Como lo hiciera el ciego que recibió la vista, póstrate a sus pies para adorarle, y con Tomás, el incrédulo convertido, dile: “¡Señor mío, y Dios mío!”

Este es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea (Mateo 21:11).


La fisonomía de Jesús, dulcísima y severísima, resplandecer de blancura y de fuerza, se impone aun a aquellos pensadores que le niegan o disputan la fe en su divinidad, y haciéndolos reconocer el lugar que ocupa la impareable personalidad de Cristo entre todas las otras personalidades de la historia y su obra entre todas las obras de los hombres, desconcierta su incredulidad, la hace contradecirse consigo misma y le arrebata por instantes confesiones inauditas.
KANT reconoce su “ideal perfección”.
HEGEL ve en él “la unión de lo humano con lo divino”.
ESPINOSA le llama “el símbolo supremo de la sabiduría celestial”.
VOLTAIRE mismo se sentía pasmado “por su hermosura y grandeza”.
STUART MILL hablaba de Cristo como de “un hombre encargado por Dios de una misión especial, expresa y única, para conducir a los hombres hacia la verdad y la virtud”.
GOETHE, dolorosamente ciego ante el fulgor cristiano, proclamaba no obstante “perfectamente auténticos los cuatro Evangelios, porque en ellos se siente el reflejo de la sublimidad que irradia de la persona de Cristo: sublimidad tan sobrehumana, que sólo puede aparecer en un Dios que venga a la tierra” (Eckerman, Coloquios con Goethe, 11 de marzo 1832).
SAINTE-BEUVE, crítico perspicaz e impenitente escéptico, decía que en los más grandes modernos anticristianos, Federico II, Goethe, “en cualquiera que haya desconocido completamente a Jesucristo, si se mira bien, se advierte que algo le falta en el entendimiento o en el corazón” (Port-Royal, Tomo III).
ROUSSEAU llegó a exclamar a pulmón pleno que “si la vida y la muerte de Sócrates son de un sabio, la vida y la muerte de Jesús son de un Dios” (Emile, libro cuarto).
STRAUSS, el frío y parsimonioso alemán que dirigió toda su obra contra la divinidad de Jesús, reconoce que “es el más alto objeto que la religión pueda proponer, el ser sin cuya presencia es imposible para el alma la perfecta piedad”; y, aun más, proclamaba: “Jamás, en ningún tiempo, será posible a nadie elevarse sobre Cristo, ni se concibe siquiera que haya quien pueda igualarlo” (Du passager et du permanente dans le christianisme).
RENAN, por fin, que prohijó en mucho a Strauss ornándolo con gracia del estilo, prorrumpe en la misma confesión tácita, pero evidente, de la divinidad de Jesús: “Jamás será sobrepujado Jesucristo”, declara que “el Cristo del Evangelio es la más bella encarnación de Dios”, y concluye exclamando: “Mil veces más vivo, mil veces más amado después de tu muerte que durante los días de tu paso en la tierra, a tal punto vendrás a ser la piedra angular de la humanidad, que arrancar tu nombre de este mundo sería conmoverlo hacia sus fundamentos” (Vie de Jésus).  Alfonso Junco
 

Yo Soy el pan de vida (Juan 6:48).

 
Para el arquitecto, es la principal Piedra de esquina.
Para el panadero, es el Pan vivo.
Para el banquero, es el Tesoro escondido.
Para el albañil, es el seguro Fundamento.
Para el médico, es el gran Médico.
Para el educador, es el gran Maestro.
Para el agricultor, es el Sembrador y el Señor de la mies.
Para el floricultor, es el Lirio de los Valles y la Rosa de Sarón.
Para el juez, es el Juez justo.
Para el jurisconsulto, es el Consejero, el Legislador, el Abogado.
Para el periodista, constituye las Buenas Nuevas de gran gozo.
Para el filántropo, es la Dádiva inefable.
Para el predicador, es la Palabra de Dios.
Para el hombre solitario, es el Amigo más conjunto que hermano.
Para el criado, es el Buen Señor.
Para el cansado, es el Consolador.
Para el enlutado, es la Resurrección y la Vida.
Para el pecador, es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
Para el cristiano, es el Hijo de Dios viviente, el Salvador, el Redentor y el Señor. . .  
¿Quién es Jesucristo para ti?

La voz.org


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