jueves, 16 de junio de 2011

65. “LA CORONACIÓN DE CRISTO”


DE NUEVO apareció Cristo a la vista de sus enemigos. Por encima de la ciudad, sobre fundamentos de oro bruñido, había un trono alto y sublime. Sobre ese trono se sentó el Hijo de Dios, y a su alrededor estaban los súbditos de su reino. No hay lengua ni pluma que puedan describir el poder y la majestad de Cristo. La gloria del Padre eterno envolvía a su Hijo. El resplandor de su presencia invadía la ciudad de Dios y trasponía sus puertas, inundando toda la tierra con sus rayos.

Junto al trono estaban los que antes habían sido celosos promotores de la causa de Satanás pero que, rescatados como tizones arrebatados del incendio, habían seguido al Salvador con profunda e intensa devoción. Detrás estaban los que perfeccionaron caracteres cristianos en medio de la falsedad y la infidelidad, los que honraron la ley de Dios cuando el mundo cristiano la declaró nula, y los millones de todas las épocas que cayeron como mártires por causa de su fe. Y más atrás aún estaba la "gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas... estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos" (Apoc. 7: 9). Su lucha había concluido, su victoria ya había sido lograda. Habían corrido la carrera y habían alcanzado el premio. La palma que 442 tenían en la mano era el símbolo de su triunfo, la vestidura blanca era un emblema de la justicia inmaculada de Cristo, que entonces les pertenecía.

Los redimidos elevaron un himno de alabanza que sonó y resonó por la bóveda celeste: "La salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero". Los ángeles y los serafines unieron sus voces en adoración. Puesto que los redimidos habían experimentado el poder y la maldad de Satanás, se dieron cuenta, como nunca antes, que sólo el poder de Cristo podía darles la victoria. En toda esa resplandeciente multitud nadie se adjudicó la salvación a sí mismo, ni creyó que había triunfado gracias a su propio poder y su voluntad. Nada dijeron con respecto a lo que hicieron o sufrieron; por el contrario, el tema de cada cántico, la nota tónica de cada himno era: "La salvación pertenece a nuestro Dios... y al Cordero" (Apoc. 7: 10).

Ante la presencia de los habitantes del cielo y la tierra reunidos, se llevó a cabo finalmente la coronación del Hijo de Dios. Y entonces, investido de majestad y poder supremos, el Rey de reyes pronunció su sentencia sobre los que se rebelaron contra su gobierno, y la ejecutó contra los que transgredieron su ley y oprimieron a su pueblo. El profeta de Dios dice: "Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos. Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras" (Apoc. 20: 11, 12).
Tan pronto como los libros fueron abiertos, y los ojos de Jesús contemplaron a los impíos, éstos fueron 443 conscientes de cada pecado que alguna vez cometieron. Vieron con exactitud dónde se apartaron sus pies del camino de la pureza y la santidad, y cuán lejos los llevaron el orgullo y la rebelión en la violación de la ley de Dios. Las seductoras tentaciones que ellos alentaron por su complacencia con el pecado, las bendiciones pervertidas, las ondas de gracia rechazadas por el corazón obstinado e impenitente, todo apareció como si estuviera escrito con letras de fuego.

Panorama del gran conflicto
Sobre el trono apareció la cruz; y como en una escena panorámica aparecieron también las escenas de la tentación y la caída de Adán, y los pasos sucesivos del gran plan de redención. El humilde nacimiento del Salvador; sus primeros años señalados por la sencillez y la obediencia; su bautismo en el Jordán; el ayuno y las tentaciones en el desierto; su ministerio público, mediante el cual presentó a la humanidad preciosas bendiciones celestiales; los días repletos, de actos de amor y misericordia; las noches de oración y vigilia en la soledad de las montañas; las maquinaciones de la envidia, el odio y la maldad con que se pagaron sus beneficios; la horrenda y misteriosa agonía del Getsemaní, bajo el peso aplastante de los pecados de todo el mundo; su traición a manos de la turba asesina; los temibles acontecimientos de aquella noche de horror: el pacífico Prisionero, abandonado hasta por sus más amados discípulos, arrastrado violentamente por las calles de Jerusalén; el Hijo de Dios presentado con voces de júbilo ante Anás, llevado al palacio del sumo sacerdote, ante el tribunal de Pilato, frente al cobarde y cruel Herodes, escarnecido, 444 insultado, torturado y condenado a muerte todo eso apareció con nitidez.

Y entonces, delante de la agitada multitud aparecieron las escenas finales: la paciente Víctima que recorre el camino del Calvario; el Príncipe del cielo colgado de la cruz; los altivos sacerdotes y la plebe bullanguera que se burla de su agonía mortal; las tinieblas sobrenaturales; la tierra que tiembla, las rocas que se parten, las tumbas abiertas que señalan el momento cuando el Redentor del mundo entregó su vida.

El terrible espectáculo apareció exactamente como fue. Satanás, sus ángeles y sus súbditos no pudieron apartarse de la descripción de su propia obra Cada actor recordó la parte que desempeñó. Herodes, que mató a los niños inocentes de Belén para destruir al Rey de Israel; la vil Herodías, sobre cuya alma culpable reposa la sangre de Juan el Bautista; el débil Pilato, siervo de las circunstancias; los soldados burlones; los sacerdotes y gobernantes y la multitud furiosa que clamaba: "¡Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!" Todos consideraron la enormidad de su crimen. En vano trataron de ocultarse de la divina majestad de su rostro, más resplandeciente que el sol, mientras los redimidos depositaban sus coronas a los pies del Salvador exclamando: "¡El murió por mí!"

Entre la multitud de rescatados se encontraban los apóstoles de Cristo, el heroico Pablo, el ardoroso Pedro, el amado y amante Juan y sus fieles hermanos, y con ellos el vasto ejército de los mártires; mientras fuera de los muros, con todo lo que es vil abominable, estaban los que los persiguieron, encarcelaron y dieron muerte. Allí estaba Nerón, ese monstruo de crueldad y vicio, considerando la alegría y la exaltación de los que torturó, y en cuyas terribles aflicciones 445 encontró deleite satánico. Su madre también estaba allí para verificar el resultado de su propia obra; para ver cómo los malos rasgos de carácter transmitidos a su hijo, las pasiones alentadas y desarrolladas por su influencia y ejemplo, dieron como fruto una cantidad de crímenes que hicieron estremecer al mundo.

Había sacerdotes y prelados, que pretendieron ser embajadores de Cristo, y que emplearon la tortura, la mazmorra y la hoguera para dominar la conciencia del pueblo de Dios. Estaban los orgullosos pontífices que se exaltaron por sobre Dios y pretendieron cambiar la ley del Altísimo. Esos pretendidos padres de la iglesia tenían una cuenta que dar ante Dios de la cual de buena gana habrían querido librarse. Demasiado tarde se dieron cuenta que el Omnisapiente es celoso de su ley, y que de ninguna manera justificará al culpable. Entonces entendieron que para Cristo los intereses de su pueblo sufriente son suyos; y experimentaron la fuerza de sus palabras: "En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis" (Mat. 25: 40).


Ante el tribunal
Todo el mundo impío compareció ante el tribunal de Dios, acusado de alta traición contra el gobierno del Cielo. No tenían quien defendiera su causa; estaban sin excusa; y la sentencia de muerte eterna se pronunció contra ellos.

Entonces fue evidente para todos que la paga del pecado no es noble independencia y vida eterna, sino esclavitud, ruina y muerte. Los impíos vieron lo que perdieron por causa de su vida rebelde. Despreciaron el más excelente y eterno peso de gloria 446 cuando éste les fue ofrecido; pero cuán deseable les parecía entonces. "Todo esto -clamaba el alma perdida- habría sido mío, pero decidí poner lejos de mí todas estas cosas. ¡Oh, qué extraña infatuación! He entregado la paz, la felicidad y el amor a cambio de la miseria, la infamia y la desesperación". Todos se dieron cuenta de que su exclusión del cielo era justa. Mediante sus vidas manifestaron que no querían que Jesús reinara sobre ellos.

Como en trance, los impíos fueron testigos de la coronación del Hijo de Dios. Vieron en sus manos las tablas de la ley divina, los estatutos que despreciaron y transgredieron. Fueron testigos de las explosiones de admiración, éxtasis y adoración de los salvados, y cuando la onda melodiosa se propagó hasta la multitud que estaba fuera de la ciudad, todos exclamaron a una voz: "Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios Todopoderoso justos y verdaderos son tus caminos, Rey de los Tantos" (Apoc. 15: 13), y cayeron postrados para adorar al Príncipe de la vida. 447


(La Historia de la Redención de E.G.de White)

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