Pero Jesús dijo: Dejad a los niños venir a mí y no se lo impidáis;
porque de los tales es el reino de los cielos. Mat. 19: 14.
Nuestro Salvador no vivió en reclusión misteriosa durante los años que precedieron a su ministerio público. Vivió con sus padres en Nazaret, y trabajó con José en el oficio de carpintero. Su vida fue sencilla, libre de cualquier extravagancia o despilfarro. Cuando llegó el tiempo de comenzar su ministerio público, salió para proclamar el Evangelio del reino. Hasta el fin de su obra conservó la sencillez de sus hábitos. Eligió a sus ayudantes de las clases más bajas de la sociedad. Los primeros discípulos fueron humildes pescadores de Galilea. Su enseñanza fue tan sencilla que los niños podían comprenderla, y después se los podía escuchar repitiendo sus palabras. Todo lo que hizo y dijo poseía el encanto de la sencillez.
Cristo fue un cuidadoso observador, percibió muchas cosas que los demás pasaron por alto. Siempre estuvo dispuesto a ayudar, siempre listo para hablar palabras de esperanza y de simpatía a los desanimados y atribulados. Permitió que la muchedumbre lo apretujara sin quejarse, aunque a veces casi fue levantado en vilo. Cuando se encontró con un funeral no pasó de largo indiferentemente. La tristeza se reflejó en su semblante al contemplar la muerte, y lloró con los enlutados.
Cuando los niños recogían las flores silvestres que crecían tan abundantemente a su alrededor y se apiñaban para presentárselas como pequeñas ofrendas, las recibía alegremente, les sonreía y expresaba su gozo al ver tanta variedad de flores. Estos niños eran su herencia. Sabemos que vino para rescatarlos del enemigo mediante su muerte sobre la cruz del Calvario. Les habló palabras que guardaron en sus corazones. Se sintieron gozosos al pensar que apreciaba sus dones y les hablaba en forma tan amorosa. Cristo observaba a los niños en sus juegos, y a menudo expresaba su aprobación cuando obtenían una victoria inocente en alguna cosa que estaban decididos a hacer. Entonó cantos para esos niños utilizando palabras dulces y benditas. Ellos sabían que los amaba. Nunca les frunció el ceño.
Compartió sus gozos y tristezas infantiles. A menudo recogía flores y después de señalarles su belleza, se las dejaba como regalo. El había hecho las flores y se deleitaba en señalar su hermosura. Se ha dicho que Jesús nunca sonrió. Esto no es exacto. Un niño en su inocencia y pureza hacía brotar de sus labios un cántico de gozo (Manuscrito 20, del 12 de febrero de 1902, "Nuestro Hermano mayor"). 56
(Alza tus Ojos de E. G. de White)
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